martes, 29 de julio de 2014

la niña que odiaba nadar

había una vez, en un pequeño y hermoso pueblecito de andalucía, una niña que odiaba nadar. no temía al agua, ni siquiera a las grandes y bravas olas del invierno. era simplemente que odiaba moverse torpemente en el agua. ella  decía que si hubiera nacido para desplazarse en el agua, lo habría hecho con aletas, con branquias, con escamas. esto sí era sentir el placer de moverse en el agua; pero había nacido con piernas y brazos, que se cansaban demasiado rápido cuando intentaba nadar, había nacido con una fina piel por la que penetraba el frío del agua y le impedía disfrutarla, había nacido con pulmones que buscaban el oxígeno en el aire y que, si intentaba nadar, tenía que sacar continuamente la cabeza fuera del agua para poder respirar, algo que la desconcertaba, que le impedía poder disfrutar de las maravillas del interior de las aguas, de los mares. esto no era nadar. sí, lo sé. sé que estaréis pensando que podría usar equipación de buceo; pero eso para ella no era disfrutar del agua, sentirse feliz en ella, dentro de ella, como cuando en sus recuerdos inconscientes se veía y se sentía flotar dentro de su mamá antes de nacer. nunca quiso nacer, nunca quiso tener que dejar aquel refugio, aquella paz, aquella armonía en la que escuchaba continuamente los latidos del corazón de su madre, en la que escuchaba sus palabras de amor al sentirla dentro de ella.

un día, esta preciosa y canijucha niña de profundos ojos negros, de mirada penetrante y dulce; encontró un libro en la biblioteca de su pueblo que hablaba de sirenas, de bellas mujeres con cola de pez, que vivían en los fondos marinos y que al igual que ella, pero al contrario, odiaban la tierra y el aire, porque su cuerpo no estaba hecho para estos elementos, porque no podían andar ni respirar fuera del agua, porque arrastrarse por la arena no era andar ni disfrutar de un hermoso paseo. se sintió tan atraída por estos personajes marinos que leyó todos los libros que pudo, que buscó todas las imágenes de ellas que pudo. hasta decidió vestirse de sirena para la fiesta de disfraces del cole. se hizo una preciosa cola de muchos colores, de todos los colores que pudo coger al arcoiris, de todos los colores conocidos e inventados y de todos los desconocidos y creados con sus manos. fue una bonita fiesta y se divirtió como nunca lo había hecho.

fue entonces cuando tuvo la brillante idea de probar su disfraz en el agua. el mar quedaba cerca. de siempre conocía una pequeña playa secreta donde la llevaban sus padres desde pequeña. allí, en aquella apacible playa, se atrevió a meterse en el agua con su disfraz. al principio se sintió extraña, como falsa, como irreal; pero conforme avanzaba hacia el interior del mar se dio cuenta de que aquel disfraz se hacía cada vez más real, de que aquel disfraz empezaba a convertirse en parte de su cuerpo, de que ahora sí podía nadar, nadar de verdad, sentir el placer de nadar, de desplazarse en el agua con la agilidad de un pez, de disfrutar de su luz, del tacto del agua marina en su piel.

se había convertido en una hermosa sirena que amaba la música como todas las sirenas, y que nunca más volvió a odiar nadar.

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